15 feb 2007

Un lugar en el mundo



En ocasiones escapo de Madriz intentando escapar de mí misma. Todo el mundo me asegura que siempre se viaja con las maletas llenas. Pero como sufro, inevitablemente, el Mal de Montano, viajo con libros, con recuerdos de otros que me pesan menos y aprendo a pasar página con cada vuelo, en cada aeropuerto, en cada taxi de regreso. En ocasiones me escapo de otra forma, no sólo leyendo, sino escribiendo e imaginándome más fuerte, más segura y más decidida, con esa sensación, de tan extraña e imprevista tan curiosa, de caminar taconeando como si la calle fuese tuya, con la barbilla bien alta y una mirada fulminante que nadie se atreve a mantener. De manera inmediata sufro una transformación borgiana y soy la otra, no un como, un soy. Me veo distinta ante el espejo, tal y como me he descrito que debía ser y vivo esa conversación furiosa en la que no pierdo los papeles y tengo razón.
Y es entonces cuando puedo volver a pisar mis calles, y me reconocen, siendo la otra y la misma de siempre, huyendo y volviendo, incesantemente, sobre mis pasos hacia ningún lugar, buscando, quizá ese al que pertenezco y todavía no lo sé, ese donde espero morir. No hay mayor soledad que morir en el sitio inadecuado.
Hoy regreso a Madriz, a mis miedos y a mis recuerdos. Esta noche me arroparán mis fantasmas con alegría pasmada.

14 feb 2007

En mi vida me he muerto


Carabanchel es el típico barrio pueblo. No hay grandes marcas llenando las avenidas si no comerciantes de toda la vida, que te conocen por tu nombre y te fían. Carabanchel es un barrio donde me siento cómoda. Sé que la gente me conoce de vista, y yo les reconozco a ellos. Antes iba al Mercado de San Vicente de Paúl, con mi abuelo. Presumía de ser el único hombre al que no se le colaban las señoras. Hoy me he acordado de él y me he acercado a su antigua casa. De pequeña estaba convencida de que en los tejados había palomares y que los gatos eran felices cazando palomas por la noche. Por eso me acostumbré a la noche y a los gatos, de pequeña. Aunque nosotros teníamos perro, Trampas, que se dormía sobre mí cuando le leía cuentos, como sabiendo que los cuentos tienen el poder de hacer dormir a los niños. Hoy les he recordado y me he acercado al antiguo Mercado. He paseado por la Avenida de Abrantes, por la calle del Pelícano, hasta la plaza de Tarifa. Había una ambulancia del SAMUR parada. Parecía un accidente de moto. La gente se acercaba con curiosidad y asco, el típico morbo al que nos acostumbran las televisiones. Yo también me acerqué, sin querer evitarlo, por inercia, curiosidad y aburrimiento. La moto se encontraba deshecha, debajo de un autobús. El casco, lleno de sangre, seguía moviéndose de aquí para allá entre las piernas de los enfermeros. Una señora se llevó las manos a la cara conteniendo una cara de asco y consternación. Al acercarme sólo pude ver un rostro aplastado, deforme, lleno de sangre, con el cerebro esparcido por la acera, sin poder reconocer un gesto, una cara de hombre o de mujer. Ví un pequeño defecto en la dentadura, una pequeña rotura que me hice a los ocho años un día de reyes. Sabía que era yo la que yacía allí, ante la mirada impúdica de los vecinos. Me di cuenta del hedor que comenzaba a producir mi propio cuerpo. Olía a podrido, como en Dinamarca.