26 dic 2006

Paseando Fuencarral


Recorrer las calles de Madriz sin rumbo fijo es una de mis aficiones. A veces elijo a un transeúnte despistado para seguirle y ver hacia dónde se dirige, si simplemente da un paseo o me descubre algún sitio nuevo que no conozco. Madriz está lleno de rincones mágicos que va comprando Inditex sin previo aviso y lo globaliza. Así descubrí el jardín de los dominicos, lugar que se ha convertido en un pequeño refugio donde leer, como si de una biblioteca se tratara, escuchar música en el i-pod, o simplemente, gastar las horas, dejarlas correr sin más espera que la llegada de un nuevo día, manera bastante estúpida de que los problemas y la monotonía no me alcancen, sólo tienen que esperar a la salida para pillarme sin previo aviso.

En una de esas ocasiones seguí a un muchacho que me llamó la atención por su forma de caminar tan segura. Iba decidido pero a paso lento. Le vi salir de una tienda de ropa de moda en la calle Fuencarral. Llevaba una levita negra de pana, unos vaqueros desgastados y unas deportivas. Su mirada no miraba, iba tan ensimismado que se tropezó con una chica al salir. Le sonrió cordialmente y siguió su camino. De la tienda no llevaba nada. Metió las manos en los bolsillos, sin cerrar el abrigo, que se abría a cada golpe de viento. Me pareció que la gente se apartaba de su camino, de forma inconsciente, como si se dieran cuenta de su seguridad, esa seguridad que te da conocer el camino y sentir una ciudad como tuya. Algunas personas, además, se volvían para mirarle, algunas niñas con sonrisas maliciosas, algunos niños, también. Le seguí pensando que me mostraría algún lugar insólito, pero también siguiendo el magnetismo que parecía irradiar. Pensé que debía de tener una personalidad fuerte, sólida. Pero su mirada al salir, grisácea como sólo puede serlo el cielo de madriz antes de de la lluvia, me inspiró la confianza de los tímidos, de los indecisos, de las personas inteligentes que saben que nada es seguro, que la vida no se puede controlar, y que nadie posee una verdad única. Poseía la mirada intensa y fría de las personas inteligentes que han leído demasiado. Poseía la mirada de un enfermo del mal de Montano. Cómo no seguirle.

Cruzó la calle antes de llegar al Mercado de Fuencarral y subió por la calle de la izquierda. Seguía con el mismo paso lento y decidido, con la mirada al frente. Torció a la derecha, caminó dos manzanas y volvió a torcer. Pasamos la plaza del 2 de Mayo. Me fijé que el local de la esquina ya está alquilado, después de tanto tiempo con un cartel de una inmobiliaria, ¿qué irán a poner? Se metió por detrás de la pizzería hacia la calle de la Palma. De nuevo a la derecha se paró enfrente de la tienda de discos de jazz, al lado de la Escuela Creativa. Bajó la calle, tres manzanas más y se metió en un pequeño café en la esquina, justo enfrente de la Escuela de Artes y Oficios. Descendía las escalaras tras él, que se acomodó en la barra. Era un café oscuro y cálido. Muy acogedor, con mesas redondas y butacas de todos los estilos, algunas sillas de madera, alguna mesa cuadrada. Me acomodé tras él en una pequeña mesa con dos sillas, justo en la esquina, detrás de la escalera.


Él pidió algo en la barra. Luego una camarera me preguntó y pedí un té con leche, calentito. Cuando la camarera me sirvió el té, se dio media vuelta, me miró fijamente, se levantó y se sentó, decidido, en la silla que tenía justo enfrente de mí.


"Me llamo Martín", me dijo. "¿Por qué me estás siguiendo?"

23 dic 2006

Navidad, una vez más



En la librería de Rafa nos hemos encontrado hoy los de siempre. Es el día previo a Navidad y sospecho que Pepe no tiene con quién celebrarlo. Se le encuentra triste y no para de hablar del mal de Montano. Andar por la Gran Vía estos días resulta algo complicado. Parece que el resto del país, los cuarenta y tantos millones de personas, han decidido venirse de compras y celebrar las navidades en esta calle. El frío y la aglomeración de gente aumenta nuestras ganas de refugiarnos en los libros. “Sólo falta el chocolate para quedarnos aquí, Rafa” dice Pepe con ese halo triste que tienen los protagonistas de las películas de cine mudo, lo dice todo con su mirada, con sus ojeras y sus pocas ganas de hablar de algo más de lo que está leyendo. Rafa no me cree cuando le comento que en el jardín del convento de los dominicos me encontré el otro día un caracol gigante que me dijo ser Bousoño durmiendo. “Sufres también del mal de Montano, querida”, me dijo Pepe con una tristeza tan grande que su columna parecía derretirse como un gran reloj daliniano. “Pepe, te veo tan triste que creo que este frío no te alcanza”, le respondo. “Déjate de mariconadas” escupe. “¿No sabes que en estas fechas se mueren los caracoles de hambre? Ni siquiera en el jardín de los dominicos podría resistir alguien tan hambriento de literatura como Bousoño durmiendo.”

No sé nada de caracoles, sólo que en la Cava los puedes comer, muy ricos, de distintas maneras. Pero no sé cuánta literatura necesitan para sobrevivir, ni mucho menos si comen lechuga o tréboles de cuatro hojas. Sé poco de los caracoles y bastante poco de Pepe. Y en realidad lo que sé de Rafa es que tiene una librería y que sabe escuchar.

¿Qué regalarles por Navidad? He pensado darles una sorpresa.

15 dic 2006

En la calle de los Libreros

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Mi librería favorita no podría estar en otro lugar más apropiado que la calle de los Libreros en Madriz. Se encuentra en la acera de la izquierda según subes desde la Gran Vía, en la acera de los impares, sobre el número veintitrés. No tiene nada especial. Simplemente allí nos reunimos, de vez en cuando, unos cuantos amigos a charlar mientras seguimos nuestra ruta de recados.

El dueño, Rafa, es el hijo del anterior propietario, librero de toda la vida, de los que sólo encuentras en los libros del Reverte. No es mayor, ni enjuto, sino un chaval joven, con gafas, eso sí. Pero no estoy segura de que tenga algo que ver con el hecho de regentar una librería. Probablemente si fuera guitarrista en un grupo rock también llevaría gafas. Rafa mantiene el espíritu del comercio de toda la vida, de los que gustan en los pueblos y en los barrios, lejos del corporativismo de los grandes almacenes y las grandes marcas. Nos conoce por nuestros nombres, suele ir sin prisas ni horarios, y nos habla de libros sin la obligatoriedad de comprarlos. Consigue, de esta forma, mantenernos a flote a todos, los pocos que quedamos que seguimos comprando la fruta en el puesto de la esquina, flores de temporada a Paco, en la calle de la Palma, los cds a Escridiscos...

La librería no es muy grande. Tampoco me parece pequeña. Quizá el barullo de libros, que se amontonan por los rincones, la convierta en un lugar algo desordenado y con apariencia de angosto. En realidad, siempre me ha parecido que tiene libros distintos en cada ocasión, pero mantengo la duda de si no será porque los cambia de sitio cada vez que limpia. Porque, es así, nunca nadie se ha podido quejar de polvo acumulado. No es una librería vieja, sólo una librería llena.

Allí fue donde conocí a María. No suelo quedar con ella. Tiene la enorme virtud de estar por allí, cuando llego yo. Solemos hablar los tres de todo un poco. Me resulta muy curioso darme cuenta de que en la librería se terminan tocando los mismo temas que en la frutería, con un grado distinto de intensidad, con un tono distinto, pero los mismos al final: nuestra vida. Lo que comienza siendo una divergencia sobre un libro de Charles Sheffield, termina siendo una metáfora sobre el último desengaño amoroso de María. Lo que nos cuesta a los tímidos abordar nuestras dudas de forma franca y directa. Mucho mejor comenzar resumiendo la última película de María Ripoll, dónde va a parar.

Muchos sábados por la mañana se suma a nuestra pequeña tertulia Pepe, un hombre de esa edad indeterminada que es la madurez, con pobladas barbas y risa sonora. Es muy flaco para tener una sonrisa tan sonora. Pepe está obsesionado con los libros de cuentos para niños, no sabemos por qué, y por los viajes. Cada vez nos cuenta un viaje distinto, sin determinar quién lo hizo, ni cuándo, ni tan siquiera si es real. Pero nos complace a todos. Tiene una forma de narrar muy peculiar. En otra ocasión os hablaré tan sólo de él.

Es importante recordar, cuando entréis en la librería, dar los buenos días a Rafa. Valora la buena educación.

3 dic 2006

Metro Chamberí

Aún se pueden ver sus andenes vacíos durante los escasos segundos que tarda el tren en pasar. Está entre las estaciones de Iglesia y Bilbao, en la línea 1. Fue una de las ocho primeras paradas del Metro de Madrid, cuyo trayecto inaugural circulaba desde la Puerta del Sol hasta Cuatro Caminos. Abrió en 1919 y está cerrada desde 1966. La estación de Chamberí, la estación fantasma, lleva cuarenta años atrapada en el tiempo.

La ampliación de los andenes de 60 a 90 metros acabó con ella. Cuando la línea 1 creció para dar capacidad a trenes más largos, con más vagones, los técnicos recomendaron su cierre. No era rentable, pues está demasiado cerca de las otras estaciones. Las distancias son tan cortas que los trenes tenían que circular muy despacio pues no había apenas tiempo para tomar velocidad.

El 21 de mayo de 1966, la estación fue clausurada.

Aquel domingo de primavera fue la última vez que el tren paró en Chamberí. En la estación fantasma el reloj se detuvo ese día, como un insecto en una gota de ámbar. Desde entonces, sus pasillos acumulan toneladas de polvo.

La compañía del Metro simplemente tapió las entradas de la estación que quedó abandonada tal y como estaba, desde las taquillas hasta los andenes. Los pocos que han podido visitarla años después aseguran que es como viajar en el tiempo a una película en blanco y negro. Hay billetes usados en el suelo, viejos carteles de publicidad de la época y periódicos de aquel día en las papeleras. Las lámparas o los bancos también son los de entonces. El moho recubre las paredes.

La estación de Chamberí está a exactamente 223 metros de Iglesia y a 310 metros de Bilbao. Fíjense al pasar...