
Carabanchel es el típico barrio pueblo. No hay grandes marcas llenando las avenidas si no comerciantes de toda la vida, que te conocen por tu nombre y te fían. Carabanchel es un barrio donde me siento cómoda. Sé que la gente me conoce de vista, y yo les reconozco a ellos. Antes iba al Mercado de San Vicente de Paúl, con mi abuelo. Presumía de ser el único hombre al que no se le colaban las señoras. Hoy me he acordado de él y me he acercado a su antigua casa. De pequeña estaba convencida de que en los tejados había palomares y que los gatos eran felices cazando palomas por la noche. Por eso me acostumbré a la noche y a los gatos, de pequeña. Aunque nosotros teníamos perro, Trampas, que se dormía sobre mí cuando le leía cuentos, como sabiendo que los cuentos tienen el poder de hacer dormir a los niños. Hoy les he recordado y me he acercado al antiguo Mercado. He paseado por la Avenida de Abrantes, por la calle del Pelícano, hasta la plaza de Tarifa. Había una ambulancia del SAMUR parada. Parecía un accidente de moto. La gente se acercaba con curiosidad y asco, el típico morbo al que nos acostumbran las televisiones. Yo también me acerqué, sin querer evitarlo, por inercia, curiosidad y aburrimiento. La moto se encontraba deshecha, debajo de un autobús. El casco, lleno de sangre, seguía moviéndose de aquí para allá entre las piernas de los enfermeros. Una señora se llevó las manos a la cara conteniendo una cara de asco y consternación. Al acercarme sólo pude ver un rostro aplastado, deforme, lleno de sangre, con el cerebro esparcido por la acera, sin poder reconocer un gesto, una cara de hombre o de mujer. Ví un pequeño defecto en la dentadura, una pequeña rotura que me hice a los ocho años un día de reyes. Sabía que era yo la que yacía allí, ante la mirada impúdica de los vecinos. Me di cuenta del hedor que comenzaba a producir mi propio cuerpo. Olía a podrido, como en Dinamarca.
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