
Recorrer las calles de Madriz sin rumbo fijo es una de mis aficiones. A veces elijo a un transeúnte despistado para seguirle y ver hacia dónde se dirige, si simplemente da un paseo o me descubre algún sitio nuevo que no conozco. Madriz está lleno de rincones mágicos que va comprando Inditex sin previo aviso y lo globaliza. Así descubrí el jardín de los dominicos, lugar que se ha convertido en un pequeño refugio donde leer, como si de una biblioteca se tratara, escuchar música en el i-pod, o simplemente, gastar las horas, dejarlas correr sin más espera que la llegada de un nuevo día, manera bastante estúpida de que los problemas y la monotonía no me alcancen, sólo tienen que esperar a la salida para pillarme sin previo aviso.
En una de esas ocasiones seguí a un muchacho que me llamó la atención por su forma de caminar tan segura. Iba decidido pero a paso lento. Le vi salir de una tienda de ropa de moda en la calle Fuencarral. Llevaba una levita negra de pana, unos vaqueros desgastados y unas deportivas. Su mirada no miraba, iba tan ensimismado que se tropezó con una chica al salir. Le sonrió cordialmente y siguió su camino. De la tienda no llevaba nada. Metió las manos en los bolsillos, sin cerrar el abrigo, que se abría a cada golpe de viento. Me pareció que la gente se apartaba de su camino, de forma inconsciente, como si se dieran cuenta de su seguridad, esa seguridad que te da conocer el camino y sentir una ciudad como tuya. Algunas personas, además, se volvían para mirarle, algunas niñas con sonrisas maliciosas, algunos niños, también. Le seguí pensando que me mostraría algún lugar insólito, pero también siguiendo el magnetismo que parecía irradiar. Pensé que debía de tener una personalidad fuerte, sólida. Pero su mirada al salir, grisácea como sólo puede serlo el cielo de madriz antes de de la lluvia, me inspiró la confianza de los tímidos, de los indecisos, de las personas inteligentes que saben que nada es seguro, que la vida no se puede controlar, y que nadie posee una verdad única. Poseía la mirada intensa y fría de las personas inteligentes que han leído demasiado. Poseía la mirada de un enfermo del mal de Montano. Cómo no seguirle.
Cruzó la calle antes de llegar al Mercado de Fuencarral y subió por la calle de la izquierda. Seguía con el mismo paso lento y decidido, con la mirada al frente. Torció a la derecha, caminó dos manzanas y volvió a torcer. Pasamos la plaza del 2 de Mayo. Me fijé que el local de la esquina ya está alquilado, después de tanto tiempo con un cartel de una inmobiliaria, ¿qué irán a poner? Se metió por detrás de la pizzería hacia la calle de la Palma. De nuevo a la derecha se paró enfrente de la tienda de discos de jazz, al lado de la Escuela Creativa. Bajó la calle, tres manzanas más y se metió en un pequeño café en la esquina, justo enfrente de la Escuela de Artes y Oficios. Descendía las escalaras tras él, que se acomodó en la barra. Era un café oscuro y cálido. Muy acogedor, con mesas redondas y butacas de todos los estilos, algunas sillas de madera, alguna mesa cuadrada. Me acomodé tras él en una pequeña mesa con dos sillas, justo en la esquina, detrás de la escalera.
Él pidió algo en la barra. Luego una camarera me preguntó y pedí un té con leche, calentito. Cuando la camarera me sirvió el té, se dio media vuelta, me miró fijamente, se levantó y se sentó, decidido, en la silla que tenía justo enfrente de mí.
"Me llamo Martín", me dijo. "¿Por qué me estás siguiendo?"