
Melómano: dícese de la persona, animal o cosa que se estremece ante la escucha de notas que, por su correcta asociación armónica o no, conmueven, ensalzan, entumecen, apoliptiquean, mengüenean, ennoblecen, enamorisquean, o cualquier otra acción que perturbe el estado físico y psíquico del que las escucha. Válgase como ejemplo los bailes espíricos que me marco en el salón de mi casa con el volumen de la cadena, ya añeja, a 30 decibelios, por lo menos, y sin ningún otro añadido que la melodía de Farrah, Pájaro Sunrise, o LHR. Sírvase también como ejemplo las carreras que se pegan mis gatos, en las que uno acaba mordiéndole los testículos al otro, acción que no entiendo en gatos castrados, después de la escucha de cualquier canción de Kings of Leon. O el desquiciante movimiento de cabeza en el coche de algunos conductores al escuchar la radio, en esos momentos siempre me pregunto qué estarán escuchando, pura curiosidad periodística, y si es el conductor o es el propio coche quien provoca los espasmos cabeceriles. Otros ejemplos llamativos son: la inevitable perforación de multitud de partes del cuerpo tras los conciertos en los festivales, con el consiguiente tatoo, sea de hena, o no, en otras tantas extrañas partes del cuerpo que no sabía ni que existían antes de dicho concierto; la afonía generalizada en el aforo de La Riviera tras sonar M por Iván Ferrerio, que me lleva a las siguientes cuestiones, ¿por qué la gente se desgañita en los conciertos cuando viene a escuchar a sus grupos favoritos?, y ¿por qué M deja al prota de la historia?
Atención, no confundir esta acepción con el glotón comedor de melones en verano, ni con los cabezamelón que de vez en cuando tienes la mala suerte de cruzarte por el camino. Nada que ver. Ni con los histéricos seguidores de algún concurso televisivo. A esos le dedicaremos una canción en breve, o no.