
Nunca me han gustado esas novelas en las que el novelista se mira en el espejo y se centra en sí mismo, con un narrador en primera persona, como si fuera el ombligo del mundo. La primera persona sólo sirve para describir, desde el único punto de vista del que disponemos, el mundo que nos rodea. El estrañamiento es, por tanto, imprescindible. ¿Cómo no extrañarse con todo, con cada una de las imágenes que nos permitimos apreciar cada día? No sólo por lo asombroso de la naturaleza, increible, devastadora, maravillosa, sino por la gente, seres extraños que nos rodean. Miro a mi alrededor y veo caras conocidas: ahí está Rafa, como cada día, abriendo su librería, con una sonrisa, Claudia, en su estudio pintando con música de bossa esos estupendos abstractos llenos de luz, color y alegría mediterránea, esta mi gato, maullando como fingiendo que no sabe hablar, esta Jordi, mirando el infinito en la terraza. Por un momento los siento cercanos, como parte de mí, como si les conociera realmente, sabiendo lo que me van a decir, son previsibles porque les conozco, conozco sus hábitos. Y en su segundo los reconozco como extraños, qué decirles, qué esperar sin están tan lejos, si la muerte y la soledad nos separa siglos... Y sé que ellos me leen con interés y que a veces les desagradan mis palabras porque no son lo que esperaban. Y así actuamos cada día, bajo la presión de lo que se espera de nosotros, muertos de hastío y abulia, muertos en vida, esperanbo lo imprevisible y con miedo a provocar cambios.
¿El arte nos hace libres?