Me gustan los hombres tanto como mi ciudad. En mi lista de placeres está, sin duda, contemplar un buen culo en una vaqueros, ver alejarse a un indie con el pantalón caído o pasmarme de emoción ante unos dorsales en el gimnasio. Dorsales prominentes, culos prietos y narices grandes son, como en aquella serie de televisión en el que se enaltecía el pellejo de los codos, mis talones de Aquiles. Si además me abrazan por detrás mientras duermo, con dulzura y besos en los hombros, sonríen mientras me escuchan, y me agarran fuerte con sus manos cuadradas, entonces, tienen todos los puntos para que me enganche como una boba.
Pero, a pesar de mi deleite estético, soy incapaz de comprender su desapego, su afán de caza me desconcierta, su frialdad me descompone. Una vez más caigo en sus redes sabiendo que no llevará a ningún sitio y sólo el mero disfrute hedonista hace que merezca la pena.
Y entonces espero al próximo que llame a mi puerta, observando y convirtiéndome yo también una cazadora, de cuerpos, de momentos, de muescas en mi cama, de nombres en mi agenda.
Será por eso que las ciudades se han convertido en junglas
Pero, a pesar de mi deleite estético, soy incapaz de comprender su desapego, su afán de caza me desconcierta, su frialdad me descompone. Una vez más caigo en sus redes sabiendo que no llevará a ningún sitio y sólo el mero disfrute hedonista hace que merezca la pena.
Y entonces espero al próximo que llame a mi puerta, observando y convirtiéndome yo también una cazadora, de cuerpos, de momentos, de muescas en mi cama, de nombres en mi agenda.
Será por eso que las ciudades se han convertido en junglas
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